28-2-2010

Color, color, color, se ve, se respira, se huele. Lo inunda todo en una expresión cromática inigualable. Un día especial en un pueblecito que ni siquiera aparece en los mapas. Nadie lo conoce a excepción de aquellos que esperan con ansiedad la llegada de este día.

Por un camino de cabras llegamos al pueblo. Poco a poco van apareciendo carros cargados hasta los topes, motos transportando hasta cuatro personas, gente a pie, en bicicleta. En medio de la aldea se ha montado una pequeña verbena rodeada de un mercadillo de baratijas.

Conforme pasan las horas la muchedumbre se va caldeando. Fervor popular o licor popular, no lo sé, el caso es que el ambiente se va encendiendo por momentos. Música, baile y… color. La gente se va concentrando en la plaza y en cualquier espacio que pueda ser pisado alrededor de ella. La temperatura de la multitud va en aumento al igual que la cantidad de polvos de colores que salen de todos los sitios. Hay que refugiarse en lo alto para evitar que los pulmones y las cámaras terminen muriendo. Sin embargo, eso no significa que uno se libre de convertirse en una especie de calidoscopio.

Al final, nos batimos en retirada en el interior de nuestro vehículo. Ha sido un milagro que pudiéramos salir atravesando una multitud que impedía nuestra salida. No sé si por el echo de ser los únicos extranjeros que había o por las dos chicas del grupo.

Es de noche y avanzamos hacia nuestro hotel refugio en Mathura. Me siento como combatiente en retirada. Mañana el Holi es en Mathura, por lo que por la experiencia de otros años, nos quedaremos en el hotel hasta que finalicen los combates callejeros con jeringas gigantes llenas de líquido de colores que nunca se quitan. Una especie de guerra química al estilo Indio. En cualquier caso, la experiencia ha sido magnífica.

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